viernes, 28 de enero de 2011

Rocroi, el principio del fin de nuestro Imperio.

Cuando uno evoca a los Tercios, lo primero que viene a la cabeza son palabras como Imperio, San Quintín, Flandes, el Duque de Alba (este curioso y sanguinario personaje de nuestra historia merece un post, prometido queda), Nápoles, el saqueo de Roma... y también, inevitablemente, Rocroi.

 Y es que Rocroi significó la primera gran derrota de nuestros formidables Tercios imperiales. Significó el principio del fin de la hegemonía europea y mundial de nuestro mejor cuerpo militar de élite (los Tercios son los antepasados directos de nuestra actual Legión), después de 150 años, entregándole tan prestigioso y preciado testigo a la caballería francesa absolutista del Rey Sol y su moderna artillería de apoyo.

 A pesar de que fechas más tardes los Tercios aplastaran a las tropas francesas en Valenciennes (Francia pidió la paz a España tras esta estrepitosa derrota... el no aceptarla fue nuestra tumba) los Tercios ya jamás volverían a brillar con el esplendor que los había encumbrado y llevado a conquistar casi toda Europa.

Monumento conmemorativo de la batalla de Rocroi. Se encuentra justamente en la ubicación dónde se desarrolló la acción.


 Aún en la derrota, los Tercios Imperiales españoles supieron mantener el aura heroico y épico que siempre los acompañó. A esa batalla pertenecen leyendas como la de aquél soldado de los Tercios que fue requerido por el Comandante francés, al llegar éste al lugar dónde se desarrolló la batalla, con la pregunta "¿cuantos erais?" y le moribundo soldado contestó "contad los muertos". esto que os acabo de contar es más leyenda que realidad, aunque el mayor grueso de las bajas de los Tercios eran españolas, sí hubieron supervivientes. Los franceses hicieron 3.826 prisioneros de los Tercios y fueron canjeados después 2.300 de ellos.

 Lo que sí es cierto es que, una vez perdida la batalla y en plena retirada de fuga del grueso del ejército español, los Tercios no retrocedieron y aceptaron su maldita suerte sin miedo ni vacilaciones; hasta tres veces fueron cargados por la caballería francesa y amartilleados por la artillería francesa una y otra vez... y a pesar de encontrarse agotados por haber llevado el principal peso de la batalla y sin munición.

Cuadro de la batalla desde la posición del duque de Enghen.

 Sin más preámbulos, os dejo con la recreación de la batalla al completo de manos de Jesús (de profesión militar español), uno de los miembros de la web gagomilitaria.blogspot.com, que os describe perfectamente como fueron aquellos históricos días.

LA BATALLA DE ROCROI.

 El portugués Francisco de Melo es el capitán general de los tercios de Flandes desde diciembre de 1641. Con el fín de aliviar la presión que ejercían los franceses que apoyaban las revueltas en Cataluña, diseñó una campaña militar para atraer sobre sí a los ejércitos galos. Las tropas francesas las manda Luis II de Borbón, Duque de Enghien, un joven de 21 años y con escasa experiencia militar.

 Melo y Enghien reunieron a sus respectivos ejércitos. El portugués ordenó el sitio de la villa de Rocroi sita en lo que hoy es la frontera franco-belga, y dirigió hacia el lugar a todas las tropas disponibles, que fueron llegando y ocupando posiciones con vistas a un inminente asalto. Mientras tanto Enghien, avisado de las intenciones españolas, dirigió sus efectivos para romper el cerco de la ciudad y provocar una batalla en campo abierto. Para hacerlo debía atravesar un desfiladero, que Melo imprudentemente no ocupó, permitiendo a los franceses tomar posiciones en la llanura con relativa facilidad. Quizás el portugués pensó que Enghien solo quería dar socorro a la plaza y no forzar la batalla en campo abierto. Lo cierto es que este error fue decisivo en el transcurso de las operaciones posteriores.

Despliegue inicial de los ejércitos.

 Franceses y españoles disponen de un número similar de fuerzas. La presencia en las cercanías de un cuerpo de ejército al mando del general barón de Beck podía haber desequilibrado la balanza a favor de los imperiales, pero su presencia fue tardía en el campo de batalla y no pudo aportar nada, salvo recoger los restos del desastre.
El día 18 de mayo ambos ejércitos formaban en orden de combate uno frente a otro. El general galo Gassión hizo una tentativa fallida por socorrer la plaza. Al caer el día el francés barón La Ferte también lo intentó con la caballería. Enghien le ordenó volver rápidamente viendo que quedaba el flanco izquierdo desguarnecido. Si Melo hubiera tomado en ese momento la iniciativa podría haber puesto en serios aprietos a los franceses, pero su inmovilidad pudo ser un nuevo error a la lista de despropósitos de aquellas aciagas jornadas.

 En las fuentes que he consultado se refleja la dificultad por conseguir información veraz del despliegue de la infantería española. ¿Dos líneas? ¿Tres? ¿O cuatro?. Lo que si es cierto es que los tercios españoles ocupaban la posición más expuesta en la vanguardia, "privilegio" que tenían por ser verdaderas tropas de élite y por el carácter orgulloso de quienes las componían. El honor y la honra tenía casi más valor que la propia vida. A tal punto se llegaba que oficiales y tropa tenían auténticos conflictos por ver quienes eran los que se pondrían al frente del tercio. Incluso estaba tipificado un castigo para aquél que se saltara el orden de combate preestablecido. Sin duda eran otros tiempos. Era de lo más frecuente ver a los oficiales y a gente particular ocupar la primera línea con una pica o un mosquete en la mano o encabezando el asalto a una brecha.



 Los tercios españoles eran los de Velandia, Castellví, Garcíes, Mercader (ex -Alburquerque) y Villalba. El nombre respondía al del maestre de campo correspondiente. En posiciones menos expuestas estaban los tres tercios italianos junto con uno borgoñón, cuestión que tuvo su importancia como veremos más adelante. Los tercios valones y alemanes formaban en la reserva. Estas eran las tropas de infantería mandadas por el Conde de La Fontaine, hombre anciano que tenía que moverse en el campo de batalla en silla de manos por padecer gota.

 El ala izquierda de la caballería imperial estaba mandada por el Duque de Alburquerque y estaba integrada por los jinetes de flandes, y el ala derecha por el Conde de Isemburg con escuadrones alsacianos. La artillería la mandaba Don Alvaro de Melo, hermano del Capitán General, y se reparte por el frente del despliegue español.

 Los franceses también se presentan con la caballería en las alas como era habitual en la época. En el ala izquierda dos líneas mandadas por La Ferté Senneterre y L'Hopital. En la derecha Gassion y el propio duque de Enghien. En el centro la infantería forma en dos líneas, la primera mandada por Espernan y la segunda por Valliere. En reserva se situa Sirot con tropas mixtas de infantería y caballería. La diferencia entre el planteamiento español y francés es que este último intercalaba entre las unidades de caballería a tropas de infantería, principalmente mosqueteros. Esta táctica ya había sido introducida años atrás por Gustavo Adolfo de Suecia con muy buenos resultados.



 Durante la noche Melo ordena que 500 mosqueteros elegidos tomen posiciones en una arboleda cercana situada a la izquierda del despliegue español, con el fín de tomar alguna ventaja en el campo de batalla. En el devenir de la batalla esta decisión no tuvo ningún peso y los mosqueteros fueron sacrificados inutilmente.

 Con las primeras luces del día 19 los franceses atacan con su caballería el flanco izquierdo español. Son rechazados por los de Flandes que manda Alburquerque y los escuadrones de caballería se reagrupan al amparo de las unidades de mosqueteros que las acompañan. Al mismo tiempo Enghien, que ha recibido noticias de la presencia de los españoles en la arboleda cercana envía unidades que los sorprenden y desalojan de sus posiciones.

 Entre tanto una segunda línea de caballería francesa rodea la arboleda tratando de sorprender a los jinetes de Alburquerque. El duque realiza una contracarga pero se ve atrapado por el fuego de los mosqueteros franceses que acompañan a la caballería y por los disparos de las unidades que han tomado la arboleda. El resultado es que la caballería española del ala izquierda se rompe y se deshace.

 En el ala izquierda La Ferte, sin autorización de Enghien, carga con la caballería. Isemburg, viendo la maniobra envía a sus jinetes que desarbolan el ataque francés. En su empuje la caballería alsaciana arrolla algunas unidades francesas y toma varias piezas de artillería. En este punto parece que los imperiales toman ventaja, pero los jinetes de Alsacia se dedican al saqueo pese a las protestas de Insenburg. ¿Era el instante para que la infantería española avanzara y decantara la batalla a su favor? Es posible. Lo cierto es que La Fontaine no hizo nada.


Primeros compases de la batalla.

 Volvemos a la izquierda del despliegue español. Enghien, después de derrotar a Alburquerque, arroja a sus jinetes contra los tercios que forman a la izquierda de la vanguardia española. Son los del Conde de Villalba y Don Antonio de Velandia. El combate debió de ser encarnizado. La prueba es que los dos maestres de campo citados anteriormente perdieron la vida en este lance. Es posible que también La Fontaine muriera en ese momento. En cualquier caso los tercios se mantuvieron firmes y no cedieron la posición.

 Hasta ese instante la contienda está igualada. Y es cuando Enghien, con una sorprendente maniobra desequilibra el combate del lado francés. Reorganiza sus unidades de caballería del ala derecha y se lanza contra los tercios de retaguardia valones y alemanes, los desorganiza y los derrota. Aprovechando el éxito de la maniobra los jinetes franceses sorprenden por la retaguardia a Isenburg, que de repente se ve atacado por dos lados, ya que La Ferte ha reorganizado en la retaguardia francesa a lo que queda de su caballería y la ha vuelto a lanzar contra los alsacianos. El resultado es desastroso para los imperiales. En poco tiempo lo único que queda firme son los tercios españoles e italianos.

 En una situación tan delicada los italianos comienzan a retirarse. Según parece fue Melo quien dio la orden, aunque a los italianos no les costó mucho obedecerla, ya que desde el comienzo de las operaciones se habían sentido muy molestos por no haber formado en vanguardia. Con sus banderas desplegadas abandonan a su suerte a los tercios españoles que quedan solos en el campo de batalla.

 Cinco tercios es el único escollo que le queda por salvar a Enghien para certificar su victoria. Pronto son rodeados por todo el ejército francés, que se ceba en ellos diezmándolos poco a poco. Haciendo un frente de picas la vieja infantería resiste con valor y entereza. Durante dos largas horas los hombres se agrupan en torno a sus banderas sabiendo que están solos en el campo de batalla. Rechazan hasta tres cargas. La última resistencia es la del tercio de Mercader, en esos momentos prisionero, mandado por su tambor mayor y que ha recogido a los maestres de campo Garcíes y Casteví. Los franceses, ante la tenacidad española, les ofrecen una rendición digna, que finalmente es aceptada a cambio de que se respete la vida al puñado de supervivientes y derecho de paso hasta Fuenterrabía. La única forma que tuvo Enghien de sacar a los tercios del campo de batalla fue ofreciéndoles una capitulación como si se tratara de una fortaleza, tal era la determinación y coraje de aquellos hombres, a pesar de que muchos de ellos estaban heridos, exhaustos y sin munición.

La maniobra decisiva de la caballería francesa, liderada por Einghen, que decidió la batalla.

 Las bajas entre los imperiales se podrían cifrar en unos cuatro mil muertos, la mayoría españoles, y entre dos mil y dos mil quinientos prisioneros. En el bando francés hablaríamos de unos dos mil quinientos muertos. Los que consiguieron escapar fueron recogidos por el barón de Beck, que con su presencia consiguió evitar la persecución de todas aquellas tropas dispersas.

El ocaso de la batalla.

 Varias pueden ser las causas de la derrota española. Por un lado quizás Melo infravaloró al ejército francés, al cual había batido un año antes en Honnecourt, y no tomó las decisiones acertadas para frenar el despliegue enemigo. También se ha comentado la deficiente puesta en escena de la infantería que diseñó La Fontaine y la falta de iniciativa en los momentos clave. La caballería imperial luchó bravamente, Alburquerque e Isemburg resultaron heridos, pero una cierta anarquía en su funcionamiento provocó que se dispersara por el campo de batalla y no se reorganizara en los momentos clave. Esto contrasta con el buen orden y disciplina de los jinetes de Enghien, que después de las cargas rehacían sus escuadrones, siendo de nuevo operativos. Sin duda las tropas más sacrificadas fueron los tercios. Valones, alemanes y borgoñones lucharon valientemente. Pero los que llevaron la peor parte fueron los españoles.

Finalmente caen las picas de los Tercios, por vez primera después de más de 150 años, ante el ejército francés.

 Sea como fuere el mérito de la victoria la tiene Enghien, que supo aprovechar los errores de sus rivales y, con una brillante maniobra rodeando la retaguardia imperial desarboló al ejército de Melo, dejándolo en una situación desastrosa. Hay algunas fuentes que atribuyen a Gassión el mérito de esta maniobra, pero la historia hasta el momento se la ha atribuido al entonces futuro Condé.

 Desde mi óptica de modelista y curioso de la historia poco más puedo aportar sobre Rocroi después de revisar la escasa documentación existente al respecto. Lo que si ha avivado mi imaginación de modelista es la imagen de unos hombres aferrados a la honra, agrupados en torno a sus enseñas, desangrándose poco a poco en medio de estallidos y disparos. Parece el retrato de una España decadente y agotada, atada a un pasado glorioso y pendiente de un futuro incierto. Los grandes ejércitos también jalonan su historia con derrotas épicas. Esa impresionante maquinaria militar que fue el tercio tuvo en Rocroi su inevitable capítulo trágico y memorable a la vez.



Ejército francés: 

Comandante: Luís II de Borbón, Duque de Enghien.

Tropas: 16.000 infantes, 7.000 jinetes y 12 piezas de artillería.

Bajas: 4.500 (2.000 muertos y 2.500 heridos).

Ejército Imperial:

Comandante: Francisco de Melo.

Tropas: 17.000 infantes (aproximadamente 5.000 españoles, los últimos en rendirse), 5.000 jinetes y 18 piezas de artillería.

Bajas: 7.300 (1.000 muertos y 2.000 heridos entre los españoles). La cifra incluye los 3.826 prisioneros.   


viernes, 21 de enero de 2011

Belchite II, la narración de los hechos.



 Estrenamos el 2.011 con una nueva entrega de la zaga "Retazos de historia", una colección que recogerá hechos históricos puntuales que forjaron el carácter de nuestro país (tenéis, en la parte derecha del blog, los enlaces de la colección completa). Hoy finalizamos el recorrido que le hemos dado a Belchite, un capítulo enclavado en el conjunto de nuestra guerra (in)civil pero que por connotaciones posteriores y la brutalidad que se vivió en aquel pueblo en concreto lo convierten en uno de los mejores exponentes de lo que fueron aquellos años de sinrazón y locura que masacraron nuestra patria. Belchite, por si no lo sabíais, fue morada ocasional de nuestro genial pintor Goya (Belchite está muy cerca de su pueblo natal Fuendetodos)... y parece que éste vaticinaba lo que acontecería en Belchite (Goya murió en 1.828, ciento ocho años antes de que comenzase la guerra civil), años después de su muerte, viendo este grabado que "parió" durante su estancia en el maldito pueblo:


 Grabado de la serie "Los Desastres de la Guerra". El autor escribe: "Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer".

 El estremecedor relato de hoy hemos de agradecérselo a Ander Izagirre y a supervivientes de aquella masacre que se han convertido en historia viva de nuestra tierra. El completo conocimiento de estos hechos debe de servirnos para que nunca más se repita semejante atrocidad en nuestra historia.



BELCHITE, HERIDA ABIERTA. Ander Izagirre



Una de las peores masacres de la Guerra Civil arrasó Belchite y dejó cinco mil muertos. En un paseo por sus ruinas aún se encuentran obuses incrustados y memorias vivas.



Por el sur de Zaragoza se extiende una llanura de yeso y sal. Al fondo, sobre una loma, se alza una torre de ladrillo en ruinas: la de la vieja iglesia de San Martín, roída, agujereada, traspasada por los rayos de sol. Un faro del desastre. A sus pies, una ladera de casas medio derruidas, un campo de escombros, un reventón de cascotes. Es Belchite, herida que aún sangra piedra. 



El viejo Belchite era un pueblo que brotaba de la misma tierra, porque con la misma tierra se levantó. Con el barro cocido hacían los ladrillos y construían los muros que después encalaban o adornaban con azulejos. Con esa sobriedad esteparia creció un pueblo hermoso, de callejas reviradas, palacios renacentistas, templos que dibujaban una airosa silueta de torres mudéjares. Belchite era tierra hecha arte. Hasta que la bombardearon, la acribillaron, la reventaron, la derrumbaron, la trituraron y la rindieron a esa tierra de la que había nacido.

Entre el 24 de agosto y el 6 de septiembre de 1937, el horror se abatió sobre Belchite. Cinco mil muertos en catorce días. Bajo el barro seco aún yacen cientos de cadáveres.



En la Guerra Civil Belchite no era más que un objetivo secundario. Sin embargo, los dos bandos lucharon con un empeño desproporcionado, cuestión de orgullo y propaganda, hasta desatar una carnicería. Los republicanos habían fracasado en su intento de conquistar Zaragoza. Entonces se fijaron en Belchite, una plaza sitiada en la que resistían dos mil soldados nacionales y otros dos mil vecinos que colaboraban, por convicción o por obligación, en la defensa del pueblo. Ante la necesidad de apuntarse alguna victoria, los republicanos empezaron a bombardear Belchite el 24 de agosto. A la vez, los mandos nacionales ordenaron por radio a los sitiados que no se retiraran ni se rindieran. Debían luchar hasta la última bala porque su resistencia ayudaba en la defensa de Zaragoza (en realidad no era tan necesario, dado que ya habían frenado el avance republicano)

Una pintada de aquellas fechas (esta se calcula que es de agosto de 1937)... pone la piel de gallina.

A los bombardeos, los tiroteos y los fusilamientos de sospechosos en el interior del pueblo, se les añadió otro drama: el calor. La estepa aragonesa hervía bajo el sol de agosto. Los vecinos, que llegaron a pasar dos semanas de bombardeos escondidos en bodegas medio derruidas, morían de sed. Los cronistas narraron rebeliones en las trincheras, cuando los soldados se escapaban a buscar agua en plena batalla, o casos de hombres al borde del desmayo que bebían su propia orina o abrían las venas de los mulos para sorber la sangre. A los atacantes republicanos un camión cisterna les traía agua desde un arroyo, un líquido marrón que apañaban mezclándolo con vino. Los mandos repartían ese brebaje a punta de pistola, para impedir motines entre los soldados ansiosos. También bebían vino los sitiados en Belchite, porque apenas quedaba agua y la poca que había se empleaba para refrescar las ametralladoras y lavar a los heridos. La mezcla de vino y calor enloquecía a los soldados, cuando no los fulminaba.



Entre el 2 y el 3 de septiembre, los republicanos lograron colarse en el pueblo. Así comenzó la peor carnicería. Los edificios, dañados por los bombardeos, se derrumbaban sepultando a cientos de civiles en los sótanos. Los tanques no podían circular entre aquellas montañas de escombros, y les tocó a los soldados entrar a pie para conquistar a golpe de granada y fusil cada esquina, cada casa, cada calle. Se ametrallaba desde los balcones, se luchaba de una habitación a otra en una misma casa, se abrían boquetes en los tabiques para lanzar bombas al enemigo, unos y otros se perseguían por los sótanos, caían cada vez más edificios y se propagaron incendios voraces. En medio de aquel infierno, los combatientes aislados se daban de bruces con otros combatientes y a menudo estallaban tiroteos y bombazos, antes de que pudieran distinguir de qué bando era cada cual. Así murieron cientos de soldados, a manos de propios y extraños. Y así murieron cientos de civiles, acribillados y reventados, confundidos entre las polvaredas o sorprendidos en una habitación por asaltantes desquiciados. 



Se calcula que al final del 3 de septiembre más de cuatrocientos cadáveres yacían desperdigados por las calles de Belchite, sin que nadie se atreviera a salir para enterrarlos. Y en algunos almacenes se apilaban otros muchos cientos. Herbert Matthews, corresponsal del diario The New York Times, contó que en algunas esquinas los combatientes habían levantado parapetos con ocho cuerpos amontonados. El hedor de la carne quemada y de la putrefacción, acelerada por el bochorno, se extendió por el pueblo. Dicen que esa noche Belchite quedó en silencio durante unas horas. Y que entonces se elevó un rumor desde los sótanos, el de los rosarios rezados por las mujeres y los niños supervivientes.



Última visita

La lucha en las calles se prolongó hasta el 5 de septiembre. Ese día, los últimos nacionales que resistían dentro del Ayuntamiento recibieron la autorización para intentar la huida de madrugada. Sólo trescientos rompieron el cerco republicano. Y de esos trescientos, sólo ochenta llegaron a Zaragoza. A los demás los mataron mientras huían por la estepa.

«Cómo nos matábamos los españoles, Dios mío, con qué saña nos matábamos. A mí me tocó pegar tiros con 16 años, eso no puede ser». Habla Pepe, 86 años, mientras camina muy despacio hacia las ruinas de la iglesia de San Agustín. «Hay que enseñar la historia, decir todo lo que pasó: los unos fusilaron aquí a mil y los otros aquí a mil doscientos. Pero no para decir que unos estaban bien fusilados y otros no. No tenían que haber fusilado a nadie y punto. Todo eso hay que contarlo, para que los jóvenes sepan que la guerra es el mayor desastre. El general Villalba estaba en el ejército republicano y sus dos hijos en el bando nacional. Eso es la guerra: dos hijos luchando contra su padre». 



En el rostro de Pepe se dibuja un mapa de arrugas. Es el único español vivo que luchó durante toda la Batalla del Ebro, del 25 de julio al 15 de noviembre de 1938; casi todos sus compañeros de unidad murieron en el frente, los demás, de viejos. Él no luchó en Belchite, pero ha venido desde Ávila con su mujer y su hijo para conocer el lugar en el que una bomba mató a su mejor amigo. Pepe tiene huesos de 86 años pero, cuando desata recuerdos, le brillan los ojos de un chaval de 17 atrapado en una guerra. «Mi amigo se llamaba Cayetano Sotillos y era portero del Deportivo Abulense. Estaba en esta iglesia, refugiado con un grupo de nacionales, y una bomba lo mató. Tenía mi edad, 17 años». 

Pepe calla un minuto. Mantiene la mirada fija en la iglesia pero no entra en ella. Luego se gira y sigue paseando, arrastrando los pies, por los escombros de Belchite. Su hijo se adelanta para visitar las otras iglesias, los ruinas de los monumentos, pero él prefiere descansar, de pie, a la sombra de unas higueras. Pepe, su mujer y su hijo han venido desde Ávila hasta Zaragoza, donde se hospedan. Hoy se han acercado a Belchite, el destino del viaje. Entre una cosa y otra, varios días, muchas horas en el camino. Pero la visita de Pepe sólo necesitaba un minuto. Ahora prefiere quedarse bajo la higuera.

Esta cocina pertenece a la casa museo de Goya en Fuendetodos, fue saqueada y destruida durante la guerra civil y posteriormente reconstruida con total fidelidad. Os la cuelgo para que veáis como era y se vivía en Belchite poco antes del macabro episodio que la destruyó.

Sonríe con tristeza, le asaltan los recuerdos. «Había un compañero, Peña, que venía corriendo hacia mí. Y de pronto una ráfaga de ametralladora le reventó la cabeza». Guarda silencio otra vez, la mirada perdida, los ojos acuosos. Luego se gira para hablarnos, con la voz entrecortada. A menudo somos tan resabiados que sonreímos ante las moralejas. Pero ésta, en boca de Pepe, pone la carne de gallina: «Tenéis que respetar siempre a los demás».

canción popular republicana andaluza de la guerra civil española
 

Belchite, retrato de una barbarie.


Vaya por delante que rescatar episodios como Belchite de nuestra historia me supone un doloroso nudo en el estómago acompañado por pena y vergüenza... pero no podemos cerrar los ojos ante capítulos como este, no podemos obviar las macabras y sórdidas lindes que fuimos capaces de atravesar, los españoles, en un momento de rabia, ceguera, locura y rencor sanguinario.



La guerra (in)Civil española no obtuvo bando vencedor, sólo obtuvo bandos vencidos. No puede haber ganadores en una guerra que deja un país destrozado, sin manos de hombres sanos para levantarlo, roto en dos pedazos definitivamente durante siglos (aún hoy colea en nuestra mente el recuerdo y la herencia de aquella guerra... y lo que queda) y que supuso un retroceso histórico de muchas décadas.


 Hermanos contra hermanos, padres contra hijos, abuelos contra nietos, tíos contra sobrinos, primos contra primos, maridos contra mujeres... era siempre la misma sangre, de las mismas entrañas, la que acababa derramada en pueblos como Belchite, Brunete, Fayón, Talavera, ect...



No hay palabras para describir lo que pasó en Belchite... no fue la batalla más sangrienta de la contienda, ese dudoso honor le corresponde al Jarama del Ebro, pero sí que fue, junto a Guernica, la que dejó como legado el recuerdo físico de aquella barbarie más descriptivo o representativo. Por todo esto, en vez de hacer uso de mis torpes palabras os subiré fotos de Belchite y poemas que cantan su dolor y desgarro.


Belchite


Pueblo viejo 
de Belchite
ya no te rondan 
zagales.
Ya no se oirán 
las jotas que
cantaban nuestros
padres.

Versos anónimos escritos con tiza blanca en la puerta de la iglesia de San Martín (Belchite).
-o-


Belchite


Belchite



Belchite



Belchite



Belchite



Belchite



Belchite






Aguirre, el antihéroe hispánico, nuestra mancha negra.

Hoy no vamos a pecar de eufemismos ni de chovinismo al hablar de un personaje que forme parte de nuestra historia con derecho propio. Hoy toca mirar al envés de la moneda y rescatar a un personaje siniestro de los muchos que, desgraciadamente, también abundan en nuestro legado.

Y he elegido el sórdido personaje de Lope de Aguirre como bien se podría haber elegido al Duque de Alba, o a Fernando VII, o a Godoy, o a Alfonso XIII, o a Audax, Minuros y Ditalcón, o a muchos otros... como veis nuestra historia también peca de capítulos oscuros, su exposición ayudará a conocer el porqué nos persiguen ciertos clichés y mitos odiosos, en nuestro mismo país y fuera de él, con cierta razón y fundamento.

Se ha elegido a Aguirre porque nuestro juglar favorito -Pérez Reverte- le dedica un artículo esta semana y podemos aprovechar su pluma para ilustrarnos un poco sobre el personaje y su leyenda con la objetividad e imparcialidad que suele usar nuestro genial Reverte con su pluma fresca y carente de complejos. Ahí os lo dejo.



Héroe, conquistador, asesino. Arturo Pérez Reverte.

A veces coinciden las cosas de un modo asombroso. Estaba hace unos días repasando la carta que escribió en el siglo XVI el conquistador Lope de Aguirre al rey Felipe II, ciscándose literalmente en sus muertos. Ésa en la que se proclama «rebelde a tu servicio como yo y mis compañeros seremos hasta la muerte». Lo hice con intención de mencionarla, de pasada, en un momento determinado de la séptima entrega alatristesca, con la que ando a vueltas y que aparecerá en febrero o marzo, supongo.

El caso es que esa misma noche fui a cenar con Javier Marías, como solemos de vez en cuando;y apenas sentados, Javier me puso sobre la mesa el último título publicado por su editorial Reino de Redonda: La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre, del inglés Robert Southey. El nuevo libro redondino es una estupenda traducción del original publicado en 1821: breve, escrito con tono contenido, clásico, ajeno a los habituales tópicos británicos sobre la barbarie española y el aliento a ajo. En realidad apenas disimula la fascinación del autor por el personaje. Y no era para menos; pues si alguien encarna la desesperación, el coraje y la locura criminal en que acabaron algunos episodios de la exploración y conquista de América, es Lope de Aguirre. Sobre él, historiadores y novelistas coinciden con singular unanimidad. Otros como Pizarro, Cortés o Alvarado, heroicos animales que dieron un nuevo mundo a España, tienen admiradores y detractores que subrayan su valor brutal o condenan sus atrocidades.

En el caso de Aguirre, vascongado de Oñate, la coincidencia es absoluta: su aventura es la más enloquecida y sangrienta de todas. La expedición para el descubrimiento y conquista de la mítica ciudad de El Dorado acabó en una orgía de sangre, culminada cuando Aguirre mató a su propia hija, para impedir que cayera en manos de los enemigos, antes de que sus hombres le cortaran la cabeza. La historia de ese conquistador fracasado, cruel, arrogante, paranoico y asesino, me fascina desde que leí La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender: novela subyugante, extraordinaria, que los once chicos que hacíamos bachillerato de Letras en mi colegio nos pasábamos como quien confía en voz baja el descubrimiento de un tesoro. Aquel soldado receloso y cruel, que dormía armado con peto y espada, por si acaso, y degollaba con carácter preventivo, sin despeinarse, simbolizó para mí, desde entonces, el lado más turbio y oscuro de la Conquista. Luego, con el tiempo y otras lecturas, me adentré más en el personaje: un par de libros fundamentales del profesor Emiliano Jos, las novelas de Ciro Bayo y Uslar Pietri, y la película de Werner Herzog Aguirre, la cólera de Dios; que, aparte del magnífico plano inicial de la película, me decepcionó por dos razones: era un tostón macabeo, y los visajes del histriónico rubio Klaus Kinski nada tenían que ver con ese carnicero hosco, cerril, de acero fácil, al que siempre imaginé bajito, cetrino, barbudo, tranquilo y silencioso.

Otra película que rodó Carlos Saura, El Dorado, tampoco era para tirar cohetes; pero afinaba más. Calaba mejor la psicología del asunto y el ambiente, aunque también me dejó con las ganas: Omero Antonutti «que luego encarnó a un excelente maestro de esgrima» tampoco cuajaba el personaje. No era mi Lope de Aguirre. Si tuviera que quedarme con algo de toda esa peripecia amazónica, sería con la carta famosa que Aguirre escribió al rey de España para decir que renegaba de él y de su casta, y que desde ese momento él y sus hombres se proclamaban libres e iban a su aire: «Estando tu padre y tú en los reinos de Castilla sin ninguna zozobra, te han dado tus vasallos, a costa de su sangre y hacienda, tantos reinos y señoríos como en estas partes tienes. Mira que no se puede llevar con título de rey justo ningún interés en estas tierras donde no aventuraste nada».

Esa carta la calificó Simón Bolívar de primera declaración de independencia americana; pero el libertador barría para casa. Lo que a mi juicio simboliza Aguirre, dirigiéndose así a Felipe II, es la osadía del español arrogante, cruel como la tierra que lo parió, harto de trabajos sin recompensa, maltratado por monarcas, ministros y gobernadores, que se revuelve en el extremo del mundo, gritando que cuanto pagaron su sudor y sangre le pertenece. Que él mata con sus manos y fía con su vida el precio de tanto horror y trabajos; mientras que el gobernante, allá en su palacio «entonces como ahora», gobierna y mata de lejos sin arriesgar nada, con las leyes y los verdugos a su servicio. Y al cabo, rotos los diques de la sumisión y la obediencia, ese súbdito desesperado pregona a voces que, quien tenga agallas, vaya allí y se atreva a obligarlo. Dando mayor sentido a las palabras de Cervantes en El casamiento engañoso, cuando hace decir al alférez Campuzano: «Espada tengo. Lo demás, Dios lo remedie».