miércoles, 19 de octubre de 2011

Una de los Tercios: D. Cristobal de Mondragón.

Hoy repetimos con los tercios como protagonistas en nuestro habitual recorrido histórico. Y lo hacemos para aprovechar la pluma de nuestro genial juglar favorito, D. Arturo Pérez Reverte, en uno de sus últimos artículos.


Nuestro protagonista es D. Cristobal de Mondragón y Otálora, uno de los más grandes militares de aquellos fabulosos tercios que sometieron Europa durante tantas décadas. Un personaje ciertamente singular y semi-desconocido por gran parte de sus paisanos.


 Del blog del Coronel Ruíz de Eguilaz os extraigo esta descripción del valeroso personaje:


EL PIONERO EN LOS VADEOS Y ASALTOS: DON CRISTÓBAL DE MONDRAGÓN Y OTÁLORA

Decían los veteranos que Don Cristóbal de Mondragón y Otálora era de Miranda del Ebro, pero todos lo presumían vasco por su apellido, corta lengua y largas obras. Él no lo desmentía, pues por sus venas corría sangre vizcaína. Fue conocido como Coronel de Valones, aunque su auténtico título era el de Maestre de Campo.

Fue el primero en atravesar con sus soldados los países inundados por los flamencos. El agua helada hasta las barbas durante trechos que llevaron horas recorrerlos, y así se apoderó de la isla y ciudad de Goes. Pero, no conformándose con hacerlo una vez, volvió a repetir la hazaña tomando Dubilandea, con Ossorio de Ulloa. Tres leguas y medias anduvo el Coronel de Valones Mondragón con sus soldados, para asistir a Isidro Pacheco.

Los españoles, siguiendo devotamente a D. Cristóbal, marchamos esa vez desnudos, la pica al hombro, y colgando del extremo una talega con pan y queso y la pólvora. En la otra mano, los pertrechos mortíferos. Cruzamos el pantano, otra vez con el agua a la cincha, a veces por las rodillas y otras veces hasta la boca. Pero, por si fuese poco, en el fragor de una tormenta. Cuando caímos sobre los flamencos, los aterrorizados enemigos pensaron que éramos monstruos marinos. Tal fue el coraje y la furia de la acometida nuestra.

Pasó a mejor vida D. Cristóbal de Mondragón cuando era anciano y Alcaide del Castillo de Amberes, en el castillo del que era castellano. Y murió como un roble de 89 años, tras haber servido con esfuerzo y valor al Emperador Carlos y al Rey Felipe. Temido por nuestros enemigos. Venerado por el ejército católico. Sus restos mortales fueron traídos a Medina del Campo, donde abrió por primera vez los ojos a la luz.
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Aquí os dejo el magnífico artículo de Pérez Reverte, una de sus deliciosas descripciones que tanto gustan en nuestro blog.


Una historia de violencia. Arturo Pérez Reverte.


Me dan la bronca algunos lectores veteranos porque hace tiempo que no hablo de esos personajes e historias del pasado que a veces, para bien o para mal, ayudan a encajar el presente. Así que, para quienes echan de menos las historias del abuelo Cebolleta, hoy tocamos esa tecla, recordando a uno de esos fulanos sobre los que, de nacer en otro sitio, habría novelas, películas y series de la tele. Pero nació aquí, aunque pasó la vida fuera de España, ganándose el pan con una espada. Así que tenía pocas posibilidades de figurar en los libros de texto de los colegios. Como dijo no recuerdo qué político analfabeto de los que mezclan churras con merinas, la violencia no educa. 

Año 1547. La España del emperador Carlos V tiene al mundo agarrado por las pelotas. Los príncipes protestantes se han puesto flamencos, y les caen encima, entre otros, los tercios de infantería española. La cosa se dilucida en Mühlberg, con el río Elba entre los ejércitos del elector de Sajonia y el del emperador. Se acomete la gente, se retiran los luteranos, y en mitad del pifostio hay un momento delicado. Huyendo ante el empuje de la vanguardia mandada por el duque de Alba, que siega como una guadaña, los alemanes -marcando el paso de la oca, o lo que marcaran entonces- pasan el río por un puente de barcas, lo recogen en la otra orilla, y para defender el único vado y cubrir su retirada acumulan allí enorme cantidad de artillería y arcabuceros. De manera que al llegar los españoles granizan balas sobre los arneses. El de Alba, cabreadísimo, va de un lado a otro sin saber cómo hincarle el diente al asunto, pues los tudescos van a enrocarse tras las murallas de la plaza fuerte, y de allí no los sacarán ni con Tres en Uno. El emperador está a punto de llegar con el grueso del ejército, encontrando el paso bloqueado; y además, los enemigos empiezan a incendiar las barcas. Como para ingerir cianuro. 

Entonces ocurre una de esas cosas que a veces nos pierden a los españoles y otras nos salvan. Algo muy nuestro. Muy de aquí. Porque de pronto, en mitad del carajal, a un soldado del Tercio Viejo se le va la pinza y empieza a ciscarse en los alemanes y en todos sus muertos; y jurando en arameo se pone la espada entre los dientes, echa a nadar por el vado bajo una lluvia de arcabuzazos, llega a la orilla con dos cojones, arremete contra los alemanes echando espumarajos, y mata a cinco. Tras él, por vergüenza torera y porque está feo dejarlo ir solo, se han echado al agua su capitán y nueve soldados, que salen chapoteando y gritando «España, cierra, cierra», como animales. Imagínense el cuadro y las pintas de mis primos, aullando mojados de barro y con ojos de locos, de mucho matar, con sus barbas, espadas, escapularios y demás parafernalia. De ese modo los colegas llegan a tiempo de ayudar al que pelea a la desesperada, acuchillando a mansalva. Así, entre los diez, hacen un escabeche de toma pan y moja. Y mientras los alemanes deciden que es momento de salir por pies a buscar unas cervezas, los españoles, chorreando agua y sangre ajena, apagan el incendio, reconstruyen el puente, y cuando llega el emperador, su ejército lo pasa tranquilamente, alcanza al enemigo, y al elector de Sajonia y a su puta madre les da las suyas y las de un bombero. 

Después, Carlos V pregunta quién fue el majara que cruzó el río. Y le presentan a un oscuro soldado de padres vascos aunque nacido en Medina del Campo, llamado Cristóbal Mondragón. Y allí mismo, sobre el campo de batalla, el emperador lo llama «el mejor soldado del mejor tercio de la infantería española» y lo nombra alférez. Al capitán que lo siguió lo asciende a maestre de campo, y a los nueve soldados les da tanto dinero que Lope de Vega, en su comedia El valiente Céspedes, dirá más tarde que los ha cubierto de oro. 

¿Colorín colorado? Casi. Y no como habría debido ser. Con el tiempo, Mondragón se convirtió en uno de los más destacados militares españoles en las guerras de Flandes. Amado por sus hombres, eso le granjeó -no podía ser de otra manera-, odios y envidias en España. Y Felipe II, al que sirvió con tanta devoción y valor como al padre, se portó con él como un miserable. Cuando ya veterano volvió a su patria y solicitó expediente de nobleza, los jueces se las arreglaron para inventarle antepasados judíos. Humillado, lleno de amargura y vergüenza, Mondragón regresó a Flandes, de donde no había de volver nunca. Acabó con noventa años, digno hasta el fin, ordenando que lo pusieran en la ventana para que sus soldados, que lo adoraban, lo viesen morir. En su testamento pedía, en pago a sus servicios, la castellanía de Amberes para su hijo y una capitanía de lanzas para su nieto. El rey, naturalmente, no concedió ni la una ni la otra.
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Y aquí os dejo un antiguo relato sobre otra de las batallas heroicas de las libradas por los Tercios al mando del inmortal D. Cristobal de Mondragón, el mejor soldado del mejor tercio de la infantería española, como diría de él el emperador Carlos V.



 LA OFRENDA DE DUBILANDEA A SAN MIGUEL ARCÁNGEL

"En el año de mil y quinientos y setenta y cinco, a veintiocho de septiembre, víspera de San Miguel, el Capitán Isidro Pacheco con otros capitanes y dos mil soldados, vadearon un piélago de mar de dos leguas en el país de Dubilandea a pié para ganalles unos fuertes quél enemigo tenía hechos, en unos pasos que eran de mucha importancia, y no lo hicieron tan secreto quel enemigo no fuese dello avisado, y salieron al paso con unas barcas y garabatos y palos y otras muchas armas en las barcas, para matar a los españoles que iban metidos en el agua hasta la cintura, y a veces a los pechos y otras veces a la espinilla, y mataron más de cincuenta españoles, y de otras nacionaes con aquellos palos y garabatos, y como iban metidos en el agua no podían pelear, más se defendieron muy valerosamente y si no fuera por el mucho ánimo con que pelearon, no quedara hombre de todos, según la muchedumbre que a ellos salió y con tanta ventaja, y ansí pasaron intolerable trabajo y fortuna en aquella mar hasta salir en tierra, adonde estaban cinco mil luteranos aguardando que saliesen, muy alegres y contentos, entendiendo tener ellos cierta la victoria, y no hicieron más de salir del mar y escurrírseles el agua de las ropas, cuando vinieron sobre ellos tres escuadrones de enemigos con una furia infernal.
Lo cual, visto por los españoles, el sitio y lugar adonde estaban, y que no tenían remedio de socorro ni ayuda de ninguna parte, encendidos en cólera y mortal rabia sus fogosos corazones, arremetieron con los enemigos con ánimo y esfuezo peregrino. Más los franceses con muestra valerosa resisten la allegada presurosa de los contrarios ánimos sangrientos, más la gente española valerosa aunque pasen grandes impedimentos, con temeroso coraje porfiado, rompieron por lo más fuerte ymás cerrado, haciendo grande estrozo y cruda guerra.

Hierve el coraje y crece la contienda en la española gente belicosa, y atruena aquel valle, el gran bullicio, armas grita, clamor triste se oía, y ansí la española gente victoriosa con prestas manos y pies ligeros siguieron a los enemigos más de media legua, hasta donde tenían sus fuertes, haciendo grande matanza en ellos, que mataron más de dos mil y seiscientos con perdida de cincuenta soldados españoles.

Los enemigos se embarcaron a mucha priesa y los españoles cerraron con los fuertes y los ganaron, degollando cuanta gente había dentro, que cierto fué cosa milagrosa podellos ganar según la gran fortaleza que tenían y cierto questa gente pelearon tanto y con tantos enemigos enla mar y tierra que merecían ser de la eterna fama levantados, pues hicieron tan famosos hechos en sus tiempos más que los godos y romanos.

Y ansí ganados los fuertes les pusieron por nombre, por honra del santo, "los fuertes de San Miguel" por haberse ganado en su víspera, y dexaron allí muy buena guarnición".